Al posar tus pasos en la arena, una terapia múltiple se pone en
funcionamiento. Un cielo increíblemente azul, sobre la superficie del mar que
lo refleja, dona la intensidad de sus profundidades emergiendo a la superficie la
extensión de sus brazos queriendo atraer al adorado cielo, siempre juntos,
siempre sutilmente definidos, esto si es verano y luce el sol en las alturas
cósmicas; en invierno, el paisaje se transforma en una fusión de azules
intensos y grises tormentosos, furiosos al encuentro apasionado de su espejo
terreno.
En estas latitudes últimamente el verano perezoso se ha instalado más
que de costumbre, dándole un respiro al relevo del otoño y, mientras uno asoma tímido
su tez de mil colores en las copas de los árboles, el otro se enseñorea
complaciente a la luz de mis ojos que también se resisten a esta despedida, he
disfrutado de la prorroga como nunca antes, me he deleitado con el agua
lamiendo la orilla dulce y calmada. Los brillos oblicuos del sol han craquelado
la superficie del agua sobre la arena, mostrándome en inaprensibles instantes,
los pedazos de cielo a modo de perfecto rompecabezas.
Las olas del mar tienen un ritmo tan cadencioso que se te meten en lo
profundo de la materia revelando al pecho como excelente resonador de océanos
inmensos, éstos pugnan por dejar aflorar sus aguas más ignotas a la superficie,
a la luz, a la propia comprensión de uno mismo, con el mar, el cielo, el sol,
el Todo.
De nuevo se me ha colado dentro
la sal del mar, no me había dado cuenta cuánto la echaba de menos. Eso pasa por
estar en otras cosas y no dedicarse al gusto, a la complacencia del alma.
Cuando respiras la sal, el yodo del mar, te sanas, limpias la mente, la
emoción, el físico, de tantos líos que nos quieren hacer creer que son
importantísimos. Necesitamos el mar para regresar a la casa interior de la que
surgimos.
Hoy he vuelto a la orilla y el paisaje veraniego se ha despedido de mí,
cariñosamente firme, me ha dicho alto y claro: vas a tener que replantearte el atuendo de fuera y de dentro, vamos a
comenzar la transformación estacional de los mil tonos de gris, azul y cobalto.
El agua rugía con cierto descaro, cercano, con un ímpetu de comedida amenaza me
acompañaba paralelamente recordándome, estoy muy cerca y no debes perderme de
vista. Mientras el cielo se iba tornando algo brujeril he divisado una lengua
de mar que avanzaba rodeándome, limitándome el paso si osaba ir más allá de lo
sensato. Creo haber comprendido, he de volver sobre mis pasos, si quiero salir
de tal atrevimiento, indemne. Entonces se ha abierto un velado claro en el
cielo sobre mi cabeza, la arena ha vuelto a brillar y la espuma blanca de las
olas sonoras han tocado una marcha en nuestro común honor.
Somos libres, somos eternamente cómplices de la vida y su aventura, si
nos prestamos la atención debida, nada nos ha de faltar.
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